CONCLUSIÓN DE LA PRIMERA SESIÓN DEL SÍNODO

«POR UNA IGLESIA SINODAL: COMUNIÓN, PARTICIPACIÓN, MISIÓN»

 

Querida comunidad diocesana:

En pocos días más, el próximo domingo, concluirá la primera sesión del Sínodo «Por una Iglesia sinodal», convocado por el Papa Francisco, inaugurado el pasado 4 de octubre y al que toda la Iglesia se venía preparando desde hace dos años.

Se abre ahora una nueva etapa: la que nos conducirá hacia la segunda sesión, prevista para octubre de 2024. No será sólo un «compás de espera», un «tiempo vacío». Es el momento en que las iglesias locales, las Diócesis con todas sus comunidades parroquial y expresiones de vida eclesial, recojan la invitación de esta primera sesión y profundicen el camino emprendido juntos. Nos alienta la misma certeza que nos ha animado hasta ahora: la confianza en que el Espíritu sigue guiando los caminos del pueblo de Dios, y que al ponernos a la escucha —de cada hermano y hermana en la comunidad cristiana, de la voz de otros creyentes (también de quienes se han alejado de la vida eclesial), los hombres y las mujeres de nuestro tiempo, comenzando por los más pobres y sufrientes…—, nos ponemos a la escucha de lo que el Espíritu dice a la Iglesia. Las orientaciones pastorales que les ofrecí en Pentecostés de este año, como muchos han notado, han querido estar en sintonía con este camino de la Iglesia universal y buscan ayudarnos a dar pasos concretos en este sentido.

Por eso, cercanos a la conclusión de la primera sesión del Sínodo, quiero acercarles dos sencillas propuestas. En primer lugar, los invito a renovar nuestra oración por la Iglesia en camino sinodal. Será bueno que este domingo, en todas las eucaristías y celebraciones comunitarias, haya una intención por el Papa Francisco, por quienes han participado de la Asamblea y por todo el pueblo de Dios. Reconociendo con gratitud la acción del Espíritu en este momento del camino eclesial, pidámosle que nos siga ayudando a madurar expresiones de comunión, participación y misión, al servicio del Evangelio, para la vida de nuestros pueblos.

Junto con la oración, los invito a leer la Carta al Pueblo de Dios preparada en la Asamblea del Sínodo. Es enriquecedora la experiencia de escucha y de diálogo que allí nos comparten quienes han participado de la Asamblea. Y es iluminador, también para nuestro andar como parroquias y como Diócesis, el llamado que nos hacen a profundizar la escucha. Les adjunto la última intervención del Papa Francisco en el encuentro sinodal, el pasado miércoles 25 de octubre. Estoy seguro de que las comunidades, los grupos, los movimientos, sabrán encontrar momentos para reflexionar juntos con este mensaje y dejarse interpelar, animar, iluminar por sus palabras.

Apenas llegué a la Diócesis, con todo el peso y la incertidumbre de la pandemia y el prolongado distanciamiento social, se iniciaba esta propuesta de Francisco. Una propuesta que, a los ojos de muchos, parecía inviable en el contexto que estábamos viviendo. Pero, gracias a Dios, la realidad fue otra y se fue concretando la invitación de Francisco, también en nuestra Iglesia de Avellaneda-Lanús. Por eso, quisiera aprovechar esta carta para agradecer al equipo de animación del camino sinodal en nuestra Diócesis y a todas las personas que colaboraron con él en todo este tiempo. Aun con un trabajo muy discreto y sencillo, nos ayudaron a insertarnos en este camino de toda la Iglesia y siguen alentando nuestra participación. A cada una y cada uno, entonces, mi sincero agradecimiento.

Como venimos rezando desde hace tiempo, acompañando el Sínodo, también ahora decimos juntos: «Estamos ante ti, Espíritu Santo, reunidos en tu nombre. Ven a nosotros, apóyanos, entra en nuestros corazones».

Reciban mi saludo y mi bendición.

Padre Obispo Maxi Margni
Obispo de Avellaneda-Lanús

Avellaneda, 27 de octubre de 2023

INTERVENCIÓN DEL SANTO PADRE FRANCISCO
DURANTE LA ASAMBLEA SINODAL

Miércoles 25 de octubre 2023

 

Me gusta pensar la Iglesia como pueblo fiel de Dios, santo y pecador, pueblo convocado y llamado con la fuerza de las bienaventuranzas y de Mateo 25.

Jesús, para su Iglesia, no asumió ninguno de los esquemas políticos de su tiempo: ni fariseos, ni saduceos, ni esenios, ni zelotes. Ninguna “corporación cerrada”; simplemente retoma la tradición de Israel: “tú serás mi pueblo y yo seré tu Dios”.

Me gusta pensar la Iglesia como este pueblo sencillo y humilde que camina en la presencia del Señor (el pueblo fiel de Dios). Este es el sentido religioso de nuestro pueblo fiel. Y digo pueblo fiel para no caer en los tantos enfoques y esquemas ideológicos con que es “reducida” la realidad del pueblo de Dios. Sencillamente pueblo fiel, o también, “santo pueblo fiel de Dios” en camino, santo y pecador. Y la Iglesia es ésta.

Una de las características de este pueblo fiel es su infalibilidad; sí, es infalible in credendo. In credendo falli nequit, dice [la constitución del Concilio Vaticano II] Lumen gentium, 12: Infabilitas in credendo. Y lo explico así: “cuando quieras saber lo que cree la Santa Madre Iglesia, andá al Magisterio, porque él es encargado de enseñártelo, pero cuando quieras saber cómo cree la Iglesia, andá al pueblo fiel”.

Me viene a la memoria una imagen: el pueblo fiel reunido a la entrada de la Catedral de Éfeso. Dice la historia (o la leyenda) que la gente estaba a ambos lados del camino hacia la Catedral mientras los Obispos en procesión hacían su entrada, y que a coro repetían: “Madre de Dios”, pidiendo a la Jerarquía que declarase dogma esa verdad que ya ellos poseían como pueblo de Dios. (Algunos dicen que tenían palos en las manos y se los mostraban a los Obispos). No sé si es historia o leyenda, pero la imagen es válida.

El pueblo fiel, el santo pueblo fiel de Dios, tiene alma, y porque podemos hablar del alma de un pueblo podemos hablar de una hermenéutica, de una manera de ver la realidad, de una conciencia. Nuestro pueblo fiel tiene conciencia de su dignidad, bautiza a sus hijos, entierra a sus muertos.

Los miembros de la Jerarquía venimos de ese pueblo y hemos recibido la fe de ese pueblo, generalmente de nuestras madres y abuelas, “tu madre y tu abuela” le dice Pablo a Timoteo, una fe transmitida en dialecto femenino, como la Madre de los Macabeos que les hablaba “en dialecto” a sus hijos. Y aquí me gusta subrayar que, en el santo pueblo fiel de Dios, la fe es transmitida en dialecto, y generalmente en dialecto femenino. Esto no sólo porque la Iglesia es Madre y son precisamente las mujeres quienes mejor la reflejan; (la Iglesia es mujer) sino porque son las mujeres quienes saben esperar, saben descubrir los recursos de la Iglesia, del pueblo fiel, se arriesgan más allá del límite, quizá con miedo, pero corajudas, y en el claroscuro de un día que comienza se acercan a un sepulcro con la intuición (todavía no esperanza) de que pueda haber algo de vida.

La mujer del santo pueblo fiel de Dios es reflejo de la Iglesia. La Iglesia es femenina, es esposa, es madre.

Cuando los ministros se exceden en su servicio y maltratan al pueblo de Dios, desfiguran el rostro de la Iglesia con actitudes machistas y dictatoriales (basta recordar la intervención de la Hna. Liliana Franco). Es doloroso encontrar en algunos despachos parroquiales la “lista de precios” de los servicios sacramentales al modo de supermercado. O la Iglesia es el pueblo fiel de Dios en camino, santo y pecador, o termina siendo una empresa de servicios variados. Y cuando los agentes de pastoral toman este segundo camino la Iglesia se convierte en el supermercado de la salvación y los sacerdotes meros empleados de una multinacional. Es la gran derrota a la que nos lleva el clericalismo. Y esto con mucha pena y escándalo (basta ir a sastrerías eclesiásticas en Roma para ver el escándalo de sacerdotes jóvenes probándose sotanas y sombreros o albas y roquetes con encajes).

El clericalismo es un látigo, es un azote, es una forma de mundanidad que ensucia y daña el rostro de la esposa del Señor; esclaviza al santo pueblo fiel de Dios.

Y el pueblo de Dios, el santo pueblo fiel de Dios, sigue adelante con paciencia y humildad soportando los desprecios, maltratos, marginaciones de parte del clericalismo institucionalizado. Y, ¡con cuánta naturalidad hablamos de los príncipes de la Iglesia, o de promociones episcopales como ascensos de carrera! Los horrores del mundo, la mundanidad que maltrata al santo pueblo fiel de Dios.