El sábado 1.º de junio la diócesis de Avellaneda-Lanús celebró la fiesta del Cuerpo y Sangre de Jesús en la Parroquia San José de Villa Domínico – Colegio Vicente Sauras. A continuación de la misa, se realizó la procesión por las calles de la ciudad hasta el anfiteatro del parque, donde el Padre Obispo Marcelo (Maxi) Margni bendijo a los presentes con el Santísimo.

La Homilía del Padre Obispo Maxi se comparte a continuación.

Fotos de esta celebración están disponibles en
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EN LA CELEBRACIÓN DIOCESANA
DEL SANTÍSIMO CUERPO Y SANGRE DE CRISTO

Villa Domínico, 1.º de junio de 2024

 

«Glorifica a tu Salvador». Es la invitación de la Secuencia, la meditación poética que escuchamos antes del Evangelio en esta solemnidad y expresa muy bien el sentido de nuestra celebración: nos hemos reunido para alabar y bendecir al Señor por el don de la Eucaristía en el camino de la Iglesia. Lo hacemos en este año dedicado a la oración en preparación al Jubileo del año próximo, en el que dejamos resonar la invitación del papa Francisco a ser peregrinos de la esperanza.

Esta es la razón que nos ha impulsado a congregarnos aquí, en Villa Domínico, en la solemnidad del Cuerpo y la Sangre de Cristo, para rendir homenaje a Cristo en el «sacramento de su amor» y reforzar al mismo tiempo los vínculos de comunión que nos unen como Iglesia diocesana de Avellaneda-Lanús.

En este marco, me gustaría invitarlos a redescubrir la centralidad de la celebración de la Eucaristía en el domingo, nuestra «pascua semanal», expresión de la identidad de la comunidad cristiana y centro de nuestra vida y nuestra misión. Gracias a la Eucaristía, sacramento de la Pascua del Señor, memorial de la alianza de Dios con nosotros, como nos recuerdan las lecturas que acabamos de escuchar, continuamente redescubrimos quiénes somos y quiénes estamos llamados a ser. Nuestra piedad eucarística y nuestra espiritualidad se desequilibran un poco cuando olvidamos este centro, que tiene lugar precisamente en el encuentro de toda la comunidad cristiana en torno a la Palabra de Dios y la mesa eucarística.

De vez en cuando me vienen a la memoria los días de la pandemia, en los que no podíamos reunirnos. Aquel encierro y aislamiento han dejado secuelas, de las que aún no nos reponemos. ¡Qué lindo, qué necesario es encontrarse y celebrar juntos!

En el Evangelio que hoy escuchamos, Jesús y los discípulos parecen muy conscientes de esa belleza del encuentro. La iniciativa de preparar el lugar para celebrar la Pascua viene de los mismos discípulos. Quieren disponerlo todo para celebrar junto a Jesús la memoria de la liberación de Egipto, ese «paso» decisivo que marcó para siempre la historia del pueblo de Israel. Allí, en ese encuentro, Jesús dará inicio a la Pascua nueva, liberación de toda la humanidad llamada a ser, desde entonces y para siempre, un solo pueblo de Dios.

Un detalle narrado por el Evangelio —un hombre que lleva un cántaro de agua— nos hace ver que el encargado de acompañar los discípulos a la sala del banquete es un siervo, que está realizando una tarea reservada precisamente a los sirvientes o a las mujeres de la casa, a los últimos. No es un detalle banal, sino el signo del cambio radical de las relaciones sociales para quienes abrazan el camino del Evangelio: un siervo guía a los discípulos al lugar de la fiesta que Jesús está a punto de comenzar.

En la sala del banquete solo entra quien sabe ver a las personas de manera diferente, quien se deja guiar por los signos sorprendentes dados por Cristo: los ricos que se hacen pobres, los grandes que deciden convertirse en pequeños, los hombres que no desprecian servicios humildes por lo general impuestos, hasta entonces, a las mujeres. Es la imagen de una comunidad donde todos, varones y mujeres, asumen la condición de servidores, al modo de Jesús.

Incluso la descripción detallada de la habitación puede ser significativa. La sala ―dice Jesús― es «grande», espaciosa: está destinada a dar cabida a muchos, a todos. Está «arreglada con almohadones», un signo de dignidad, porque quien entre en ella, aunque sea pobre, mísero o esclavo, adquiere la libertad. Y está situada en el plano superior de la casa, en el «piso alto», como aquel monte en cuya cima resonaba la palabra del Señor.

Para celebrar con autenticidad la Pascua, los discípulos tendrán que tener un corazón amplio como esa sala, capaz de hacer espacio a todos y de reconocer la dignidad de todos, sin menospreciar a ninguno. Y deberán tener criterios altos, no rastreros. Los que quieran entender cada vez más y celebrar cada vez mejor la Eucaristía deberán pensar en un «plano superior», el de la lógica del Evangelio según la cual los primeros son quienes se hacen últimos y no hay sitios de honor ni puestos de superioridad. En el plano superior de la casa, sólo quien se hace siervo de todos es el primero. Para celebrar auténticamente la Eucaristía también hoy, debemos alzar la mirada y el pensamiento.

Con frecuencia, nuestras preocupaciones van en un sentido contrario: desde preocupaciones por el honor y los lugares visibles… hasta la preocupación ritual sobre el modo y la posición con que alguien comulga. Esos pensamientos son los de «planta baja». Los pensamientos del «plano elevado», los pensamientos de Jesús, pasan por otro lado: piensa en dónde están los hermanos y hermanas; piensa en la dignidad del otro, con frecuencia herida y vulnerada; piensa en quien está sufriendo o pasando necesidad…

Celebrar la Eucaristía nos pide entrar cada vez más, cada vez más hondamente, en esta mentalidad. Hay que «preparar lo necesario», hay que disponerse a este encuentro profundamente evangélico con el otro, hay que disponerse a ser realmente comunidad animada por el Evangelio, para poder celebrar la Pascua del Señor.

Es lo que el evangelio según san Marcos nos narra a continuación, y que conocemos bien porque, de un modo u otro, revivimos estos gestos y estas palabras en cada celebración de la Eucaristía. Es lo que las comunidades cristianas hemos vivido, o hemos buscado vivir, desde los comienzos hasta nuestros días.

Traigo a la memoria un testimonio de las comunidades de los primeros siglos. Más puntualmente, el de una pequeña comunidad en Abitinia (en la actual región de Túnez, en el extremo Norte de África, cerca del Mar Mediterráneo), en el año 304. El emperador Diocleciano había prohibido a los cristianos, bajo pena de muerte, poseer las Escrituras, reunirse el domingo para celebrar la Eucaristía y construir lugares para sus asambleas. Pero esta pequeña comunidad (eran 49 cristianos) fue sorprendida un domingo mientras celebraba la Eucaristía, desafiando las prohibiciones imperiales. Arrestados, fueron interrogados por un alto funcionario romano, que los obligaba a declarar el motivo por el que habían transgredido la severa orden del emperador. Uno de estos cristianos respondió: Sine dominico non possumus, «sin el domingo no podemos vivir», es decir, sin reunirnos en comunidad el domingo para celebrar la Eucaristía no podemos vivir; nos faltarían las fuerzas para afrontar las dificultades diarias y no sucumbir. Finalmente, estos cristianos sellaron su testimonio con el martirio; fueron torturados y asesinados, y hasta el día de hoy los recordamos uniendo su memoria a la de Cristo resucitado.

El testimonio de estos mártires de los primeros siglos nos ilumina también a nosotros, creyentes en pleno siglo XXI. Ningún edicto imperial nos prohíbe formar comunidades y celebrar la Eucaristía en el día del Señor. Pero vivimos inmersos en una cultura que, cada vez más, va achicando el espacio no sólo para Dios, sino también para el encuentro genuino con los demás, para la comunidad. Hay una mentalidad que nos amenaza ya no desde fuera sino desde dentro: una mentalidad de consumo y descarte; una mentalidad de interés egoísta y de indiferencia que no tiene tiempo ni encuentra valor en el encuentro gratuito, gozoso, libre, con los demás y con Dios; la mentalidad de un individualismo cada vez más exacerbado e intransigente… La Eucaristía nos invita a redescubrir otra lógica, otro estilo, otras prioridades.

El año pasado, para la fiesta de Pentecostés, les escribí las orientaciones pastorales para este trienio. Allí los invité a revitalizar la vida de nuestras comunidades. Estoy convencido que tendremos frutos fecundos, si tomamos como fuente una celebración cada vez más auténtica de la Eucaristía. No me refiero aquí a devociones ni actos piadosos, no hablo de prescripciones rituales ni observancia de rúbricas. Me refiero a redescubrir la conciencia de que, sin este encuentro con el Señor y con los otros, no podemos vivir. Al menos, no como cristianos.

A las orientaciones pastorales del año pasado, les hago este subrayado: celebremos la Eucaristía como «fuente y cumbre» de nuestra vida para ser verdaderos peregrinos de la esperanza. No hay mejor modo de revitalizar las comunidades que celebrando cada vez con mayor autenticidad la Eucaristía. No les pido multiplicar celebraciones y horarios, sino optimizar lo que celebramos; enriquecer con mayor participación, embellecer y animar; persuadir al pueblo de Dios y convencernos íntimamente de la importancia y la belleza de encontrarnos, aun saliendo de nuestras comodidades, en torno a la misma mesa de la Palabra y el Pan de Vida. El papa Francisco ha insistido en esto desde el inicio de su ministerio; pero hoy quisiera recordar unas palabras de Benedicto XVI precisamente en una celebración de la solemnidad del Corpus Christi: «Sólo podemos encontrar a Cristo junto con todos los demás. Sólo podemos recibirlo en la unidad. No podemos comulgar con el Señor, si no comulgamos entre nosotros. Si queremos presentaros ante él, también debemos ponernos en camino para ir al encuentro unos de otros».

Termino con una palabra de gratitud dirigida a ustedes, queridos sacerdotes de nuestra Diócesis. En algún sentido, sin el ministerio de ustedes, muchas comunidades quedarían sin el alimento de la Eucaristía. Yo quiero agradecerles, en nombre y junto al Pueblo de Dios, los enormes esfuerzos que hacen para distribuirse lo mejor que pueden entre las comunidades. Sé del cansancio y, muchas veces, incluso del maltrato que sufren. Por eso, no solo es el agradecimiento, sino también el reconocimiento por el servicio abnegado que están haciendo en la Iglesia.

«Glorifica a tu Salvador». Con esas palabras comencé mi homilía; con ese espíritu, los invito a redescubrir la belleza del encuentro en el que Cristo sigue ofreciéndonos su Cuerpo y Sangre para ser, en el hoy de Lanús y Avellaneda, testigos de comunión, peregrinos de esperanza y portadores de la alegría del Evangelio. Es bueno que digamos juntos, entonces: Alabado sea el Santísimo Sacramento del altar, sea por siempre bendito y alabado.

Padre Obispo Maxi Margni
Obispo de Avellaneda-Lanús