Este miércoles santo, 5 de abril, nuestra Iglesia diocesana de Avellaneda-Lanús celebró la Misa Crismal.

Como cada año, el Padre Obispo Maxi Margni bendijo los óleos y consagró el santo Crisma, que serán usados a lo largo del año en nuestras celebraciones, y los sacerdotes de nuestra Diócesis renovaron las promesas de su ordenación.

Compartimos la homilía del Padre Obispo en esta celebración.

HOMILÍA EN LA MISA CRISMAL
(Iglesia catedral, 6 de abril de 2023)

 

En las lecturas que, como cada año, iluminan nuestra Misa Crismal, escuchamos el anuncio profético, que Jesús hace suyo para describir su propia misión: «El Espíritu del Señor está sobre mí, porque el Señor me ha ungido, porque me ha consagrado por la unción» (Is 61, 1; Lc 4, 18).

Son palabras que nos hablan, ante todo, como pueblo de Dios, primer destinatario de la promesa del profeta, cumplida ahora en la Iglesia, en la comunidad de bautizadas y bautizados, creyente en Cristo y marcada desde el bautismo con su misma unción. Ese pueblo del que el profeta anuncia: «Ustedes serán llamados “sacerdotes del Señor”, se les dirá “ministros de nuestro Dios”» (Is 61, 6), pueblo llamado y consagrado para ser, en medio de los pueblos, testimonio de la alianza de Dios con la humanidad (cf. Is 61, 8-9). Ese pueblo del que el testigo del Apocalipsis, hablando en primera persona, sintiéndose parte, dice: Cristo «nos amó y nos purificó …, e hizo de nosotros un Reino sacerdotal para Dios, su Padre» (Ap 1, 5-6). Como pueblo de Dios, podemos decir entonces: «El Espíritu del Señor está sobre mí, sobre nosotros. Aquel que nos ama nos ha llamado, nos ha consagrado, y nos envía».

Sin duda son también palabras que encuentran un eco particular en el corazón de quienes fuimos llamados a vivir nuestra pertenencia al pueblo de Dios en el ministerio sacerdotal. Sacerdotes en medio de un pueblo sacerdotal; ministros, servidores en medio de un pueblo todo él convocado y consagrado para servir…

En la Misa Crismal, estas dos realidades se expresan unidas e inseparables en los dos gestos que marcan, de modo especial, esta eucaristía: el gesto que da nombre a nuestra celebración, la consagración del Crisma, destinado particularmente a la celebración de la iniciación cristiana en la Pascua ya próxima y a lo largo de todo el año, y la renovación de las promesas de nuestra ordenación sacerdotal, que haremos en un momento más. Ministerio sacerdotal y comunidad cristiana: son realidades inseparables, y así quisiéramos vivirlas. Creo que por aquí va la invitación a la sinodalidad. El sentido de nuestra vocación y misión en la Iglesia —hablo ahora de nosotros, llamados al ministerio pastoral—, el sentido de nuestra vocación y misión en la Iglesia sólo se ilumina a la luz de esta pertenencia nuestra, a la vez profunda y muy concreta, al pueblo de Dios, al que no sólo servimos sino del que, en primer lugar, somos parte.

 

A la luz de esta pertenencia, en esta Misa Crismal quisiera proponerles tres reflexiones muy sencillas; son tres palabras que resuenan en mí tras escuchar la palabra de Dios anunciada hoy: mirada, cuidado y comunión.

 

La primera palabra es mirada. «Tenían los ojos fijos sobre Jesús», dice el evangelio que escuchamos (Lc 4,20).

Esta noche haremos la renovación de los compromisos de nuestra ordenación. Y lo haremos sabiendo bien que Dios no se repite y nosotros tampoco. Entonces, se trata de una renovación cargada de evocación, pero también de novedad; se transforma en una especie de «memorial», la misma gracia de aquel día, pero con una historia recorrida. Y eso implica espontáneamente nuestra mirada, el modo en que miramos la realidad, miramos al prójimo y nos miramos nosotros mismos en este «hoy» de nuestro camino ministerial.

Al mirar la realidad, busquemos hacerlo desde lo alto, desde la altura de la cruz y de la transfiguración, para no perdernos en los enredos de lo cotidiano. Es la mirada del discernimiento, que intenta distinguir lo que «pasa» de aquello que «permanece», dejando que Dios sea él mismo y habitando el «desequilibrio» del Espíritu. Es buscar mirar la realidad con una mirada teologal, más allá de las llagas, desde el Resucitado.

Mirar al prójimo, y en particular hoy, al hermano sacerdote, desde el corazón, al estilo de Jesús, que mira amando, sanando, construyendo. El ministerio no nos pertenece; es de la Iglesia y nosotros, por decirlo de algún modo, sólo lo «habitamos». Al hermano, toca mirarlo en el espíritu de comunión.

Mirarnos nosotros mismos, desde el llamado y la respuesta que hoy estamos renovando. Es el mismo Jesús que nos llamó un día, quien hoy nos sigue sosteniendo y guiando. Es él la causa de toda alegría y esperanza. Esta mirada es una mirada que sólo puede cultivarse en la intimidad con Jesús, que espera de nosotros una respuesta personal renovada día tras día.

 

La segunda palabra es cuidado. El pasaje del libro de Isaías, que Jesús hace suyo en la sinagoga de Nazaret, habla de la misión del profeta con una secuencia de acciones que resultan elocuentes y evocadoras: llevar buena noticia a los pobres, vendar corazones heridos, anunciar liberación, consolar, dar aliento, dignidad y esperanza dignidad a quienes estaban de luto, abatidos (cf. Is 61, 1-3)… Son acciones que hablan de cercanía y de misericordia, de un servicio efectivo al otro que, sin embargo, no pierde la delicadeza de la ternura y el gesto de humanidad. Son verbos que hablan de cuidado. Más que cualquier plan pastoral, más que cualquier inventario de acciones y emprendimientos pastorales —a los que no les quito su relativa importancia—, la nuestra es una vocación del cuidado.

Cuidar, cuidar de nuestro pueblo, cuidar de la comunidad que nos fue encomendada, cuidar de aquellos con quienes formamos este presbiterio de Avellaneda-Lanús y a quienes nos une —más allá de las simpatías y antipatías espontáneas, más allá de cercanías y diferencias teológicas, ideológicas o de cualquier género, más allá de nuestras grandezas y miserias personales…— una verdadera «fraternidad sacramental» (PO, 8; LG, 28).

Cuidar. Reconozcamos humildemente que tal vez esto último sea un aprendizaje que todavía nos debemos. Y uno que en verdad nos hace falta.

De ese cuidado forman parte también las muestras de cercanía y de afecto con la que nuestro pueblo continuamente nos rodea. Lo que en primer lugar necesitamos de nuestras comunidades, lo que ante todo podemos esperar de ellas, no es la sumisión de una obediencia mal entendida, difícilmente evangélica, ni la veneración de las palabras aduladoras y besos en las manos, con una devoción que nos sitúa en un pedestal para el que no estamos hechos. Lo que en primer lugar necesitamos es la cercanía y el cuidado fraterno. Para que nuestra soledad sea una soledad «poblada», no una soledad mezquina ni la soledad gris de un funcionario religioso. Para que nuestro «oficio» y nuestra responsabilidad de pastores encuentre su lugar propio en la diversidad amplia de la comunidad cristiana y en un ejercicio «sinodal», compartido, de responsabilidad en su única misión. Para que nuestro trabajo y nuestra oración se nutran de esta pertenencia al pueblo de Dios, del que somos parte, no propietarios, que es nuestra «casa», no nuestro destinatario.

 

Aquí, entonces, la tercera palabra: comunión.

Cuando el Concilio Vaticano II usaba la expresión «fraternidad sacramental», que usé hace un momento, o cuando resituaba la perspectiva de los ministerios en el horizonte más amplio de la Iglesia como pueblo de Dios, tenía delante una tentación de la que nunca estamos del todo libres. Con frecuencia, a lo largo de la historia y en nuestros días, se ha mirado el ministerio sacerdotal como una realidad personalísima, que tiene que ver «con Dios y conmigo», sin relación con la comunidad, con el pueblo de Dios, que a lo sumo el pueblo es visto como un destinatario, y además un ministerio casi sin relación con el presbiterio, a lo sumo se experimenta como una pertenencia meramente organizativa o jurídica.

La palabra de Dios, como en las lecturas bíblicas que hoy escuchamos, hablan de una realidad muy distinta. Y como Iglesia cada vez tenemos mayor conciencia de que el ministerio es una realidad comunional, que se inserta en el misterio de una Iglesia ministerial y está siempre al servicio de nuestros hermanos y hermanas.

Pero la comunión es don de Dios, don pascual de Cristo. Y para aprender a vivir la comunión, es necesario aprender a dejarnos guiar por Dios, por su mismo Espíritu que hoy habla a las iglesias con palabras comprometedoras, pero hermosas: comunión y participación, corresponsabilidad y misión compartida, sinodalidad…

 

Queridos hermanos sacerdotes: les deseo un ministerio pleno en el servicio al pueblo de Dios. Y con palabras del Papa Francisco, les digo: «A través de ustedes el Señor también hoy quiere ungir a su pueblo con el aceite de la consolación y de la esperanza».[1]

El Espíritu del Señor, que un día nos consagró y continuamente renueva sus dones en nosotros, nos conceda entonces mirar, cuidar y caminar juntos, ungiendo con este aceite del consuelo y de la esperanza.

 

Padre Obispo Maxi Margni
Obispo de Avellaneda-Lanús

 

[1] Francisco, Discurso en el encuentro de oración con los obispos, sacerdotes, religiosos y religiosas, seminaristas, Viaje apostólico a la República Democrática del Congo y a Sudán del Sur, 2 de febrero de 2023.