ORIENTACIONES PASTORALES
PARA NUESTRA IGLESIA EN CAMINO

 

Querida comunidad diocesana:

En Pentecostés celebramos el don pascual del Espíritu, que hace de quienes creen en Jesús una comunidad viva: una comunidad que se abre con creatividad y sin temores al mundo en toda su diversidad de lenguas; una comunidad que anuncia la buena noticia de salvación, capaz de hablar al corazón y la vida de hombres y mujeres; una comunidad que se anima a ser comunidad, perseverante en la escucha de la Palabra, la vida en común, la fracción del pan y las oraciones (Hch 2, 1-47). Y lo que celebramos, también lo creemos y experimentamos entre nosotros hoy: también ahora nos impulsa y da vida el Espíritu, también ahora viene a hacer de nosotros comunidades vivas.

Por eso elegí este domingo de Pentecostés para poner en sus manos esta carta pastoral, compartiendo con ustedes algunas reflexiones y orientaciones que he venido preparando durante largo tiempo. Tengo presentes los ecos de las jornadas de pastoral de nuestro presbiterio, que celebramos el año pasado en Florencio Varela, los diálogos que hemos tenido en el consejo presbiteral, y los muchos encuentros en las distintas parroquias y comunidades de nuestra Diócesis en estos veinte meses de camino compartido con ustedes. Los ecos de este camino, que he procurado custodiar y rumiar durante este tiempo, me han ayudado a visualizar algunos primeros aspectos que creo que pueden ayudarnos a revitalizar nuestra misión.

Les propongo, entonces, estas orientaciones pastorales con la esperanza de que puedan alentar y disponer a nuestras comunidades de Lanús y Avellaneda a una nueva etapa pastoral, inscrita a su vez en el horizonte más amplio de un camino de renovación en el que toda la Iglesia está convocada y comprometida. En la primera parte, quisiera recoger algunos acentos de este camino para después, en la segunda parte, proponerles algunas líneas orientadoras para la vida y misión de nuestra Diócesis de Avellaneda-Lanús en el próximo trienio.

1. En el horizonte de una renovación eclesial
Asumimos esta nueva etapa de nuestro camino diocesano en el marco más amplio del camino de la Iglesia universal, llamada a renovarse y dejarse renovar a la luz del Evangelio y a la escucha del paso del Espíritu en nuestro tiempo. En nuestro horizonte están los 10 años de ministerio pontificio del Papa Francisco, continuamente invitándonos a dar pasos de conversión personal y comunitaria, y la celebración del Sínodo 2021-2024, convocado en torno al tema: «Por una Iglesia sinodal: comunión, participación, misión», que hemos ido preparando desde las Iglesias locales y cuyas asambleas tendrán lugar en octubre de este año y del próximo. Un poco más profundamente, se trata de redescubrir el impulso de «puesta al día» (de aggiornamento, según la feliz expresión de san Juan XXIII) y las grandes orientaciones que nos legó el Concilio Vaticano II, al que Francisco se refiere de manera continua y que ya san Juan Pablo II había llamado «la gran gracia de la que la Iglesia se ha beneficiado en el siglo XX» y «brújula segura para orientarnos en el camino» del siglo XXI que estamos transitando[1].

Pero este impulso queda en los bellos discursos y los buenos propósitos, si no se encarna concretamente en la vida de las Iglesias diocesanas y sus comunidades. En esto, las Diócesis y, más puntualmente, las comunidades locales tenemos una responsabilidad y una tarea indelegable. También como Iglesia de Avellaneda-Lanús, entonces, quisiéramos acoger este magisterio y participar de este camino de renovación.

Por eso, para iluminar nuestro camino como Diócesis, quisiera recoger muy brevemente tres acentos del reciente magisterio de Francisco que, como dije, se inspira directamente en el Concilio Vaticano II. Son tres rostros de la Iglesia inseparablemente unidos[2] que, de un modo especial, pueden iluminarnos en este momento de nuestra vida y en la nueva etapa que tenemos por delante: Iglesia del Evangelio, Iglesia de la cercanía misericordiosa con quienes sufren, Iglesia en camino sinodal.

Somos la Iglesia del Evangelio. Desde el inicio de su ministerio, invitándonos a una «nueva etapa evangelizadora» marcada por la alegría del Evangelio[3], Francisco nos ha recordado que, como cada generación que nos ha precedido, también nosotros estamos llamados a «volver a la fuente y recuperar la frescura original del Evangelio», en la que se nutre nuestra vida y de la que brota también la creatividad y el fervor de la misión[4]. Esta prioridad del Evangelio vivido, celebrado y anunciado, ha de ser patente en todo lo que hacemos y en el modo en que lo hacemos. Es el criterio fundamental de nuestro discernimiento, y la vara con la que medimos la vitalidad de nuestra fe y de nuestras estructuras comunitarias. Porque la Iglesia, cada comunidad cristiana, no vive de sí misma, sino del Evangelio, ni vive para sí misma, sino para hacer presente el Evangelio en hoy de cada momento histórico. «Evangelizar —escribía san Pablo VI— constituye la dicha y vocación propia de la Iglesia, su identidad más profunda. Ella existe para evangelizar»[5]. Con esta convicción quisiéramos, entonces, entrar también nosotros, como comunidades, en una «conversión pastoral y misionera»[6] para una Iglesia en salida.

Somos una Iglesia llamada a una cercanía misericordiosa con quienes sufren. Precisamente porque somos el pueblo convocado y enviado por el Evangelio, somos también una Iglesia llamada a testimoniar la misericordia de Dios, al modo de Jesús, estando cerca de los pobres y quienes sufren. En buena medida, esta cercanía —cercanía sincera, humilde y comprometida— se convierte en el criterio de verificación de nuestro seguimiento de Jesús y nuestra adhesión a su Evangelio: en la medida en que nos acercamos al Dios de la misericordia y nos dejamos alcanzar por la buena noticia de su amor que abraza lo que es frágil, lo perdido y lo que no cuenta, tanto más se nos amplía el corazón para que en él encuentren eco «los dolores y esperanzas, las tristezas y angustias de hombres [y mujeres] de nuestro tiempo, sobre todo de los pobres y de cuantos sufren»[7]… y nos vemos llevados a su encuentro.

También en este punto, Francisco ha insistido permanentemente a lo largo de su ministerio, con sus palabras y también con sus gestos y acciones. Acoger el Evangelio de la misericordia nos lleva a buscar caminos para estar al lado de los más sufrientes y marginados de nuestra sociedad; nos hace atentos al clamor de los pobres y de la tierra; nos involucra a todos en la tarea de promover una cultura del cuidado y la protección de los más vulnerables; nos pide disponibilidad y delicadeza para crear espacios de acogida, de atención y de servicio a los más necesitados, a quienes están heridos, como un «hospital de campaña» que recibe y cuida la vida sin anteponer condiciones ni exigir nada a cambio, así como Cristo nos acogió a nosotros (Ro 15, 7)… No se trata de cerrar las puertas a nadie, sino más bien lo contrario: abrir nuestras puertas para recibir y para ir al encuentro, para acoger a quien llega y para dar nosotros el primer paso y ponernos en camino. Del corazón mismo del Evangelio brota este desafío apasionante y hermoso para nuestras comunidades, en todo lo que ellas proponen y hacen —en las iniciativas de solidaridad y de servicio, ciertamente, pero también en su catequesis, su celebración, sus propuestas de primer anuncio, sus espacios de formación…—: estar cerca de quienes sufren, con la misma predilección de Dios por los últimos y los más pobres. Allí hay una fuente de fecundidad evangélica para nuestra misión entre los hombres y mujeres de nuestro tiempo.

Somos una Iglesia llamada a caminar sinodalmente. Una conversión pastoral y misionera de la Iglesia pasa necesariamente por una conversión «sinodal» de la Iglesia. Se trata de caminar juntos, a la escucha de lo que el Espíritu dice hoy al pueblo de Dios (cf Ap 2, 7, etc.).

Esto supone el redescubrimiento de nuestra común dignidad y responsabilidad de bautizados y bautizadas en la misión de todo el pueblo de Dios. En la diversidad de vocaciones, dones y ministerios eclesiales, una misma llamada y una misma dignidad nos hace a todas y todos corresponsables e indispensables en la Iglesia: la de nuestro bautismo. Pero una «conversión sinodal» implica todavía algo más. Si nos detuviéramos allí, tarde o temprano terminaríamos en pequeñas reivindicaciones, en autoritarismos de viejo o nuevo signo, en reclamos que no nutren ni hacen madurar una comunión. De aquella raíz, nuestra común dignidad bautismal, brota todavía una exigencia: la necesidad de encontrarnos en la escucha recíproca, la oración y el diálogo, para discernir juntos y dar juntos los pasos que el Evangelio nos llama a dar.

Francisco lo ha subrayado desde el inicio de su ministerio y lo ha reafirmado al convocar el próximo Sínodo, cuyas asambleas esperamos y acompañaremos como Iglesia diocesana. Pero ya desde ahora, en el hoy de nuestras comunidades, quisiéramos acoger esta invitación. Como les decía poco después de llegar a la Diócesis, «el primer testimonio de la comunidad cristiana es la comunidad misma» y caminar sinodalmente no es otra cosa que «redescubrir y renovar, en todas las dimensiones de nuestra vida como Iglesia, la vocación sinodal del pueblo de Dios. Todos y todas estamos convocados. Todos nuestros ámbitos de servicio y acción (la catequesis, la liturgia, la solidaridad, las distintas pastorales…) están comprometidos. Todas nuestras estructuras e instituciones…, todo está llamado a entrar en este camino compartido de escucha y discernimiento, de oración y reflexión, de renovación y conversión»[8].

2. Para nuestro camino durante el próximo trienio
A la luz de estos acentos, quisiera proponerles ahora una prioridad en la que podamos trabajar juntos durante el próximo trienio. Mi propuesta es sencilla y puede expresarse en una fórmula muy simple: revitalizar y fortalecer las comunidades parroquiales. Es en ellas, en definitiva, donde se juega la autenticidad de todo esfuerzo de renovación y donde han de verificarse, en los hechos más que en los eslóganes, los tres acentos que señalé antes: centralidad del Evangelio y de su anuncio, cercanía misericordiosa con los pobres y quienes sufren, conversión sinodal de nuestras expresiones comunitarias. Son las comunidades parroquiales (parroquias, capillas, centros de oración y catequesis, pequeñas comunidades) las que dan rostro y presencia real a la Iglesia, el pueblo de Dios, en el territorio, allí donde viven, aman, trabajan, luchan, gozan y sufren los hombres y mujeres que Dios nos ha confiado. Es en estas comunidades «locales», incluso pequeñas y desprovistas de medios, donde el Espíritu sigue suscitando la pasión evangelizadora, la apertura al mundo con su diversidad de lenguajes, y la vida de comunión fraterna, que fueron el signo primero y más elocuente de la Iglesia del primer Pentecostés.

Como ven, no se trata de un plan pastoral, ni de un programa que debiera ser aplicado en cada comunidad. En la Iglesia hemos atravesado etapas en la que hablar de proyectos pastorales globales respondía mejor a las posibilidades y necesidades del momento, era más acorde a las circunstancias, o en las que se puso mayor confianza en modalidades más pragmáticas y técnicas de animar la vida pastoral. Pero el momento presente, sin despreciar lo valioso que pueda haber en esas expresiones, parece invitarnos a una mayor flexibilidad y, en el marco de la comunión eclesial y la unidad en los grandes criterios, una mayor diversidad, sin temor incluso a ensayar propuestas que tal vez sea necesario ajustar, rediseñar o aún dejar de lado más adelante. Más que la uniformidad pastoral, buscamos explorar una nueva vitalidad de las comunidades parroquiales; más que la adhesión a pautas prefijadas, a modo de «recetarios» universalmente válidos, buscamos redescubrir el impulso evangelizador que el Espíritu no ha dejado de alentar en el pueblo de Dios desde el día de Pentecostés. No tengamos miedo a dejarnos animar por su creatividad.

1. Una tarea para las comunidades «locales». Se trata, entonces, de revitalizar lo local, un objetivo que no puede cumplirse sin un trabajo humilde y paciente de discernimiento y compromiso de las mismas comunidades en su conjunto, sinodalmente. Como les dije en mi carta pastoral para la Cuaresma de este año, que en cierto modo ya anticipaba el tema y el espíritu de estas orientaciones pastorales, «también como comunidades estamos llamados a emprender un camino de conversión. Lo importante no será entonces cumplir eventos o llenar espacios (la fascinación del número y el espectáculo es una tentación sobre la que debemos estar atentos), sino más bien redescubrir la comunidad como suelo vital en el que se nutre y madura la fe. Tenemos que iniciar procesos, no poseer espacios»[9]. Es propio de una comunidad que confía en el Espíritu ponerse atentamente a la escucha del Evangelio y de las necesidades de su gente y de su entorno, y buscar responder creativamente a los desafíos que reconoce en esa escucha.

Naturalmente, los tres acentos que mencioné antes quieren ser ciertamente una ayuda y una guía en ese trabajo. Pero a fin de puntualizar mejor esta orientación global, la revitalización y fortalecimiento de las comunidades parroquiales, les propongo algunos temas más específicos. Son temas en los que el discernimiento de cada comunidad me parece irremplazable. Por una parte, porque ningún camino de renovación y conversión eclesial puede prescindir de este diálogo de cada comunidad con su entorno y su realidad. Y a su vez, porque sólo a partir de este discernimiento en cada comunidad podremos avanzar hacia discernimientos compartidos por toda nuestra Iglesia diocesana y a consensos más amplios. Invito a cada comunidad, entonces, a iniciar itinerarios que le permitan abordar, por ejemplo, algunos aspectos como estos: la reforma de nuestras propuestas parroquiales en clave de «salida misionera»; la pastoral sacramental en clave evangelizadora; la centralidad de la Palabra de Dios en nuestras celebraciones, acciones y espacios comunitarios, que en verdad refleje nuestra llamada a ser Iglesia del Evangelio; la espiritualidad de la escucha y la comunión-participación-misión[10], capaz de sostener la «conversión sinodal» de la Iglesia; la revisión de nuestra «diaconía social», que nos permita hacer un aporte significativo en relación a la solidaridad, la inclusión, la justicia y la paz social, en el marco de sociedades cada vez más plurales y complejas como las nuestras; la promoción de una cultura del cuidado y protección de las personas más vulnerables en todos nuestros espacios eclesiales; el desarrollo de un modelo de gestión de bienes, como práctica de comunión, con criterios de equidad y justicia, de solidaridad, de austeridad y transparencia, que dé prioridad al sano funcionamiento de las instituciones comunitarias. Les reitero: todos estos temas son simplemente algunos ejemplos.

Con este horizonte en vista, quisiera señalarles todavía un propósito pastoral concreto, verificable, que nos permita avanzar en esta dirección: dinamizar (o instituir, allí donde no existan) el consejo de pastoral parroquial, o un organismo análogo que podría tener diversas formas (consejo, junta, asamblea, etc.), y el consejo de asuntos económicos. Estos dos organismos de participación y corresponsabilidad, y sobre todo el consejo de pastoral, deberían convertirse en verdaderos impulsores de la misión y la vida comunitaria, no simples formalidades y menos aún —Dios no lo permita— en instrumentos al servicio de la división, la exclusión y la parálisis. En diciembre de este año, espero recibir de cada parroquia una presentación de estos dos consejos (qué modalidad asumen, cómo están conformados y cómo se renuevan, con qué periodicidad se reúnen, cuáles son sus tareas y responsabilidades) para que, durante la visita pastoral a las 50 parroquias de nuestra Diócesis, que iniciaré en 2024, pueda encontrarme especialmente con ellos a fin de acompañarlos en el diagnóstico de la situación local, interpretar problemáticas, y ofrecerles orientaciones y una ayuda más precisas.

2. Una tarea para los servicios diocesanos de animación pastoral. Para esta nueva etapa pastoral, entonces, la gran consigna será revitalizar y fortalecer las comunidades parroquiales. Pero en función de este objetivo, quiero convocar también a los servicios diocesanos (comisiones, delegaciones, juntas, etc.). En concreto, quisiera pedirles que apoyen, desde su misión específica, esta renovación, previendo medios, instrumentos, propuestas de formación o reflexión, que ayuden a fortalecer la misión de las comunidades locales. La tarea prioritaria de todos los servicios diocesanos, como ustedes saben bien, no es conformar «grupos» o «comunidades», sino más bien colaborar con el obispo en la animación de la pastoral de las comunidades que forman la Diócesis. Les agradezco de corazón todo lo que vienen realizando, pero quiero animarlos a renovar y eventualmente reorientar esfuerzos para trabajar más estrechamente con las comunidades parroquiales, ofreciéndoles herramientas y medios para fortalecer su presencia y su misión en el territorio.

De manera especial, quisiera encomendar al equipo diocesano de pastoral juvenil —cuya vitalidad me alegra profundamente y agradezco— que trabaje desde ahora en la elaboración de un plan de formación para animadoras y animadores, que pueda estar disponible para las comunidades a partir de 2024. La tarea será, en particular, preparar jóvenes para el anuncio y el testimonio del Evangelio entre las y los jóvenes de Avellaneda-Lanús, con un énfasis en dos pilares que, a la luz del camino que vengo transitando con ustedes, me parecen que reclaman toda nuestra atención: la inserción comunitaria, con espíritu de comunión, participación y corresponsabilidad en la misión, y la centralidad de la palabra de Dios, que es la fuente primaria de la que nace y se nutre nuestra vida en Cristo[11].

En la misma línea, de apoyo y fortalecimiento de las realidades locales, espero avanzar también con otros espacios y servicios de nuestra Diócesis, sobre los que no podría explayarme aquí. En estos meses hemos dado inicio a varios diálogos y líneas operativas, incluso provisionales, que quisiera seguir profundizando y ampliando en el próximo trienio; algunos de ellos son más visibles (como los que se refieren al acompañamiento de diáconos y presbíteros, el reordenamiento de los decanatos, o la renovación de algunos equipos diocesanos), mientras otros están todavía en una etapa más incipiente. Pero espero que podamos seguir avanzando, por ejemplo, en la animación de la pastoral a nivel decanal, con la conformación de asambleas y equipos animadores; la reorganización y el fortalecimiento de la pastoral de la solidaridad y de la «diaconía social» en la Diócesis; el proyecto formativo diocesano; el acompañamiento más efectivo de las propuestas de iniciación cristiana (con atención también al mundo de las personas adultas que se acercan o retornan a la vida de fe), o el encuentro con los movimientos e instituciones laicales presentes en la Diócesis. Por lo pronto, y a fin de no extenderme, me basta subrayar que en todo caso se trata siempre de revitalizar y fortalecer la vida y la misión de las comunidades locales, donde se vive, celebra y anuncia con palabras y gestos la buena noticia del reino de Dios.

*   *   *

Queridos hermanos y queridas hermanas: Hoy como ayer el Espíritu Santo viene a hacer de nosotros comunidades vivas. Con esta certeza honda de nuestra fe, pongo en sus manos estas breves orientaciones pastorales para nuestro camino como Iglesia diocesana en el próximo trienio. Que María, Nuestra Señora de la Asunción, y santa Teresa, nuestras patronas, nos acompañen en este camino y nos enseñen a invocar humildemente el don vivificante del Espíritu.

Reciban mi saludo fraterno y mi bendición.

 

Padre Obispo Maxi Margni
Obispo de Avellaneda-Lanús

 

Avellaneda, 28 de mayo de 2023, Domingo de Pentecostés.

 

[1] Juan Pablo II, Carta apost. Novo millennio ineunte, 6 de enero de 2001, 57.
[2] Mencioné estos mismos acentos, entonces como cuatro llamadas para la Iglesia, en mi Homilía en la eucaristía para el inicio de mi ministerio pastoral, en nuestra Iglesia Catedral, el 24 de septiembre de 2021, cuando llegué a la Diócesis (cf. Boletín diocesano 1 [2021] 15-16).
[3] Francisco, Exhortación apost. Evangelii gaudium, 24 de noviembre de 2013, 1.
[4] Íd., 11.
[5] Pablo VI, Exhortación apost. Evangelii nuntiandi, 8 de diciembre de 1975, 14.
[6] Francisco, Evangelii gaudium, 25 (y más ampliamente, todo el cap. I).
[7] Concilio Vaticano II, Const. pastoral Gaudium et spes, 7 de diciembre de 1965, 1.
[8] Homilía en la apertura diocesana del camino sinodal, 17 de octubre de 2021: Boletín diocesano 1 (2021) 21-22.
[9] Cf. Conversión y camino. Carta pastoral para la cuaresma de 2023, 22 de febrero de 2023, 2-3. Las últimas expresiones son del Papa Francisco en su discurso durante un encuentro con sacerdotes y consagrados, el 25 de marzo de 2017. La carta estará disponible en el próximo número de nuestro Boletín diocesano, pero ya ahora puede consultarse en el sitio web de nuestra Diócesis (avellanedalanus.org.ar/conversion-y-camino-carta-pastoral-para-la-cuaresma-2023/).
[10] Cf. Juan Pablo II, Novo millennio ineunte, 43-45; V Conferencia General del Episcopado Latinoamericano y del Caribe, Documento de Aparecida, 29 de junio de 2007, 203. Una lectura atenta de la Exhortación apostólica Evangelii gaudium, de Papa Francisco, nos permitiría descubrir muchas y valiosas indicaciones en este sentido.
[11] Concilio Vaticano II, Const. dogmática Dei Verbum, 18 de noviembre de 1965, 21.

 

Ver y descargar carta pastoral en PDF