CAMINO DE LIBERTAD

CARTA PASTORAL PARA LA CUARESMA DE 2024

 

Querida comunidad diocesana:

Estamos a las puertas de la Cuaresma que, como cada año, aunque siempre de un modo nuevo, nos invita a ponernos en camino. Es una invitación a dejarnos renovar desde lo más hondo para responder en verdad a la llamada de Dios, que nos convoca a la libertad.

El Papa Francisco ha dedicado su mensaje para la Cuaresma de 2024 a esta llamada a la libertad, que no se concreta de una vez y para siempre en un acontecimiento único, sino que supone un camino de maduración que nos compromete en primera persona. Es un bello y profundo mensaje, impregnado de resonancias bíblicas que nos hacen gustar la palabra que Dios nos dirige hoy y que ciertamente puede arrojar mucha luz sobre el itinerario que estamos invitados a recorrer en este tiempo.

En esta carta, más que indicarles nuevas orientaciones, me gustaría proponerles una lectura serena, atenta, del mensaje de Francisco, ya sea personalmente o —lo que será mucho más rico— en comunidad. Permítanme subrayar algunas dimensiones.

1. El camino interior hacia la libertad. El Papa ha querido rescatar la gran imagen bíblica de la Cuaresma: la imagen del camino en el desierto, donde Israel, rescatado de la esclavitud, aprendió fatigosamente a vivir en la libertad. Algo que nos asombra de los relatos bíblicos es el largo camino que debió recorrer Israel hasta la tierra de la promesa: cuarenta años que, en realidad, si consideramos solamente las distancias geográficas, podrían haber sido unas pocas semanas. Es que la libertad no se alcanza repentinamente, ni se «tiene» en un momento, sino a través de un paciente esfuerzo de liberación. Apenas liberado de la esclavitud, de la opresión y la violencia, Israel experimenta la nostalgia de tiempos pasados (llora las «cebollas de Egipto») y las tensiones de la vida en libertad. Parece añorar la opresión que antes sufría y, lo que es aún más dramático, parece querer vivir bajo la misma «lógica» inhumana de la opresión, imponiéndose unos sobre otros, desgarrándose unos a otros. En palabras de nuestro tiempo, diríamos que ha «interiorizado» la opresión y la violencia. La ha convertido en la «cosa normal» de su vida, de sus vínculos, del modo en que mira y juzga las situaciones y a los demás. Liberado por la misericordia de Dios, Israel tiene que acoger personalmente el don de la libertad. Rescatado, tiene que aprender a vivir en una lógica nueva de libertad. Es un camino que necesariamente supone una purificación de las profundidades: de las «idolatrías» que a todos nos habitan, las violencias, los criterios de juicio deshumanizados, las rebeldías profundas a esa comunión para la que fuimos creados —comunión con los demás, cercanos y lejanos, conocidos y anónimos; con la creación; con el mismo Dios…

Los Evangelios han querido conservar para nosotros el recuerdo de Jesús retirándose al desierto durante cuarenta días, como renovando él mismo, en su propia vida, este camino. También él experimentó el largo y difícil camino hacia una libertad plena. Es una libertad despojada de violencia; pensemos en cuánta violencia esconde el deseo de convertir las piedras en pan, como quien busca convertir todos los recursos naturales en mercancía y ganancia (Mt 4, 3-4; Lc 4, 3-4), o cuánta violencia hay en ese afán de encumbrarse sobre los demás y sobre Dios, que el tentador tan hábilmente le propone (Mt 4, 5-10; Lc 4, 5-12). Es una libertad abierta a la comunión, comprometida con los demás, capaz de amor, de fraternidad y de cuidado… Es la libertad genuina del Hijo de Dios, libertad de quien ama y ama hasta el final, esa «libertad gloriosa» (Ro 8, 21) que la creación entera anhela y a la que también nosotros estamos llamados.

Si los Evangelios nos recuerdan este episodio, no es simplemente para informarnos sobre algo que haya ocurrido en otro tiempo. Es más bien para recordarnos que, si el Hijo de Dios quiso transitar este paciente camino de maduración en la libertad, también nosotros, hijos e hijas en el Hijo, estamos llamados a recorrerlo. Todo creyente y todos juntos, como pueblo de Dios siempre en camino, estamos invitados a entrar en la misma senda de renovación interior hacia una libertad cada vez más plena. Cuaresma es el tiempo para escuchar y acoger esta llamada.

2. Un camino de pequeños pasos. El mensaje del Papa Francisco para la Cuaresma nos plantea pistas muy concretas para introducirnos en este camino, para vivirlo «con los pies en la tierra». El Papa nos invita a ver la realidad; a escuchar los clamores de nuestro pueblo, especialmente de los pobres y de quienes sufren, y de la creación; a asumir responsabilidades y compromisos concretos, «encarnados»… No son detalles sin importancia. Podrían servirnos como una señal de alerta y un llamado de atención. En el camino hacia la libertad, siempre corremos el riesgo de quedarnos en las bellas palabras, piadosas meditaciones y nobles propósitos. Pero es un atajo que no conduce a ningún sitio. Son, en cambio, los concretos pasos cotidianos los que nos permiten hacer el camino al que Dios nos llama. Cuando nuestra Cuaresma se pierda en nuestra madeja de «reflexiones espirituales», cuando nuestro impulso interior de conversión se enfríe hasta conformarse con bonitos discursos y observancias exteriores, volvamos a preguntarnos de nuevo: ¿A qué me llama Dios hoy?, ¿qué paso —por pequeño que fuera— de fraternidad, de solidaridad, de escucha, de oración…, me pide dar hoy?

Un modo sencillo pero eficaz de descubrir y redescubrir este llamado cotidiano es cultivar una doble atención: la atención a Dios en la oración y la atención a quienes están a mi alrededor (sin olvidar a quienes no son «de los míos», «de los más cercanos», ni pasar indiferente ante el desconocido). Muy concretamente, a través de la Palabra de Dios leída y meditada («rumiada», como le gustaba decir a los creyentes de los primeros siglos de la Iglesia) y a través de los acontecimientos cotidianos de nuestra vida, se nos van mostrando caminos para concretar nuestro itinerario cuaresmal de conversión. El mensaje del Papa nos propone algunas preguntas que van en este mismo sentido.

Vivimos frecuentemente en un ritmo vertiginoso, donde la prisa (justificada o «ficticia») nos impide ver y escuchar realmente a quienes están a nuestro lado y, con mucha más razón, a quienes nos resultan un poco más lejanos (por desconocidos, por tener ideas diferentes, por pertenecer a otra cultura o a otro sector social, o por muchos otros motivos). La «virtualidad», que tantos aspectos positivos tiene, lamentablemente también corre el riesgo de volvernos un poco más insensibles al dolor real de los demás, a los sufrimientos, las angustias, las soledades, la pobreza de los otros. Cuaresma es un tiempo para cultivar esta atención a los demás. Estar atentos para ver y escuchar realmente, dejarnos tocar el corazón y la vida por «el clamor de mi pueblo», hacernos cercanos y disponibles para que los demás no sean «anónimos» ante quienes puedo pasar indiferente (como los hombres de la parábola «del buen samaritano», Lc 11, 31-32): aquí tenemos un concreto ejercicio cuaresmal, que puede impulsar nuestra conversión.

La otra atención, inseparable de la anterior, es la atención a Dios en la oración. El Papa ha querido convocarnos a un «Año de la oración» en preparación al gran Jubileo que celebraremos en 2025. Es un tiempo para redescubrir juntos la riqueza de la oración en el camino de la fe. Un aspecto importante de la oración —aspecto esencial incluso, aunque frecuentemente minimizado— es la escucha. Con frecuencia, en la oración nos contentamos con decirle a Dios (a veces incluso exigirle) nuestros propios deseos, alegrías e inquietudes. Por supuesto, todo esto tiene su lugar en la oración. Pero orar es también, y ante todo, escuchar. Es Dios quien ha iniciado el diálogo de amor con nosotros —él primero, gratuitamente, sin condiciones—. Ponernos a la escucha de su palabra en un silencio adorante, un silencio que en verdad acoge, nos permite entrar en ese diálogo, es ya oración. Estoy convencido de que nuestros momentos de oración, tanto personal como comunitaria, se enriquecerían mucho si pudiéramos dar un mayor espacio a la lectura atenta, serena, meditada, de la Palabra de Dios. Nos abriría puertas a una comunión cada vez más profunda. Nos descubriría pasos concretos y, sobre todo, el impulso y el aliento que nos pongan en un camino de auténtica conversión.

Por mi parte, estoy convencido de que la renovación de nuestras comunidades no será posible sin cultivar esta doble atención a Dios en la oración y la escucha de su Palabra, y a nuestros hermanos y hermanas. Aquí tenemos un ejercicio cuaresmal que puede plasmar una verdadera «espiritualidad de la atención», que nos dispone a la acogida, la escucha, la cercanía y el cuidado.

3. Para ser presencia del Evangelio entre los hombres y mujeres de nuestro tiempo. Nuestra Cuaresma de este año está enmarcada en otro horizonte, que evoqué hace un momento y en el que quisiera detenerme ahora un momento: el camino de revitalizar y fortalecer nuestras comunidades locales, que les propuse como orientación pastoral para los próximos tres años en Pentecostés de 2023. Hace pocos días, comencé la visita pastoral a las parroquias, que me va permitiendo tomar un contacto directo con los referentes y responsables pastorales de toda la Diócesis. Personalmente, a la luz de la tarea y la responsabilidad de mi ministerio pastoral entre ustedes, es un momento de mucha significación, y como les dije en un mensaje anterior, les pido que me acompañen con su oración. Estoy convencido de que, también para nuestras parroquias, este tiempo puede ser en verdad tiempo de gracia.

La cultura, la sociedad, han cambiado profundamente en los últimos años. Son transformaciones muy hondas, que todavía necesitamos escuchar y comprender mejor, pero que ya desde ahora nos piden buscar, ensayar, el modo de ser presencia del Evangelio entre los hombres y mujeres de nuestro tiempo. Hemos atravesado una pandemia, cuyos efectos aún experimentamos y de la que, sobre todo, aún nos duelen las ausencias que ha dejado; ciertamente, no hemos «salido iguales». La situación actual de nuestro país y, en particular, de nuestro conurbano nos pone ante nuevos desafíos; no son circunstancias de las que podamos desentendernos, ni «números agregados», estadísticas y cálculos, que podamos mirar fríamente: es la vida, el dolor y la esperanza de nuestro pueblo.

Estamos, ciertamente, ante un momento de desafíos. Pero, como nos recuerda el éxodo de Israel por el desierto, no vamos solos ni estamos abandonados. El camino de libertad que, en su amor y su fidelidad, Dios abre ante nosotros, es una invitación a reavivar el compromiso y la creatividad de la esperanza. Estoy seguro de que el mensaje cuaresmal del Papa, que les transmito junto con estas sencillas reflexiones, podrá ayudar a cada comunidad a discernir y emprender pasos de una conversión
—también comunitaria— en este horizonte.

Reciban mi saludo fraterno y mi bendición.

 

Padre Obispo Maxi Margni
Obispo de Avellaneda-Lanús

Avellaneda, domingo 11 de febrero de 2024.

 

MENSAJE DEL SANTO PADRE FRANCISCO
PARA LA CUAESMA 2024

A través del desierto Dios nos guía a la libertad

 

Queridos hermanos y hermanas:

Cuando nuestro Dios se revela, comunica la libertad: «Yo soy el Señor, tu Dios, que te hice salir de Egipto, de un lugar de esclavitud» (Ex 20,2). Así se abre el Decálogo dado a Moisés en el monte Sinaí. El pueblo sabe bien de qué éxodo habla Dios; la experiencia de la esclavitud todavía está impresa en su carne. Recibe las diez palabras de la alianza en el desierto como camino hacia la libertad. Nosotros las llamamos “mandamientos”, subrayando la fuerza del amor con el que Dios educa a su pueblo. La llamada a la libertad es, en efecto, una llamada vigorosa. No se agota en un acontecimiento único, porque madura durante el camino. Del mismo modo que Israel en el desierto lleva todavía a Egipto dentro de sí ―en efecto, a menudo echa de menos el pasado y murmura contra el cielo y contra Moisés―, también hoy el pueblo de Dios lleva dentro de sí ataduras opresoras que debe decidirse a abandonar. Nos damos cuenta de ello cuando nos falta esperanza y vagamos por la vida como en un páramo desolado, sin una tierra prometida hacia la cual encaminarnos juntos. La Cuaresma es el tiempo de gracia en el que el desierto vuelve a ser ―como anuncia el profeta Oseas― el lugar del primer amor (cf. Os 2,16-17). Dios educa a su pueblo para que abandone sus esclavitudes y experimente el paso de la muerte a la vida. Como un esposo nos atrae nuevamente hacia sí y susurra palabras de amor a nuestros corazones.

El éxodo de la esclavitud a la libertad no es un camino abstracto. Para que nuestra Cuaresma sea también concreta, el primer paso es querer ver la realidad. Cuando en la zarza ardiente el Señor atrajo a Moisés y le habló, se reveló inmediatamente como un Dios que ve y sobre todo escucha: «Yo he visto la opresión de mi pueblo, que está en Egipto, y he oído los gritos de dolor, provocados por sus capataces. Sí, conozco muy bien sus sufrimientos. Por eso he bajado a librarlo del poder de los egipcios y a hacerlo subir, desde aquel país, a una tierra fértil y espaciosa, a una tierra que mana leche y miel» (Ex 3,7-8). También hoy llega al cielo el grito de tantos hermanos y hermanas oprimidos. Preguntémonos: ¿nos llega también a nosotros? ¿Nos sacude? ¿Nos conmueve? Muchos factores nos alejan los unos de los otros, negando la fraternidad que nos une desde el origen.

En mi viaje a Lampedusa, ante la globalización de la indiferencia planteé dos preguntas, que son cada vez más actuales: «¿Dónde estás?» (Gn 3,9) y «¿Dónde está tu hermano?» (Gn 4,9). El camino cuaresmal será concreto si, al escucharlas de nuevo, confesamos que seguimos bajo el dominio del Faraón. Es un dominio que nos deja exhaustos y nos vuelve insensibles. Es un modelo de crecimiento que nos divide y nos roba el futuro; que ha contaminado la tierra, el aire y el agua, pero también las almas. Porque, si bien con el bautismo ya ha comenzado nuestra liberación, queda en nosotros una inexplicable añoranza por la esclavitud. Es como una atracción hacia la seguridad de lo ya visto, en detrimento de la libertad.

Quisiera señalarles un detalle de no poca importancia en el relato del Éxodo: es Dios quien ve, quien se conmueve y quien libera, no es Israel quien lo pide. El Faraón, en efecto, destruye incluso los sueños, roba el cielo, hace que parezca inmodificable un mundo en el que se pisotea la dignidad y se niegan los vínculos auténticos. Es decir, logra mantener todo sujeto a él. Preguntémonos: ¿deseo un mundo nuevo? ¿Estoy dispuesto a romper los compromisos con el viejo? El testimonio de muchos hermanos obispos y de un gran número de aquellos que trabajan por la paz y la justicia me convence cada vez más de que lo que hay que denunciar es un déficit de esperanza. Es un impedimento para soñar, un grito mudo que llega hasta el cielo y conmueve el corazón de Dios. Se parece a esa añoranza por la esclavitud que paraliza a Israel en el desierto, impidiéndole avanzar. El éxodo puede interrumpirse. De otro modo no se explicaría que una humanidad que ha alcanzado el umbral de la fraternidad universal y niveles de desarrollo científico, técnico, cultural y jurídico, capaces de garantizar la dignidad de todos, camine en la oscuridad de las desigualdades y los conflictos.

Dios no se cansa de nosotros. Acojamos la Cuaresma como el tiempo fuerte en el que su Palabra se dirige de nuevo a nosotros: «Yo soy el Señor, tu Dios, que te hice salir de Egipto, de un lugar de esclavitud» (Ex 20,2). Es tiempo de conversión, tiempo de libertad. Jesús mismo, como recordamos cada año en el primer domingo de Cuaresma, fue conducido por el Espíritu al desierto para ser probado en su libertad. Durante cuarenta días estará ante nosotros y con nosotros: es el Hijo encarnado. A diferencia del Faraón, Dios no quiere súbditos, sino hijos. El desierto es el espacio en el que nuestra libertad puede madurar en una decisión personal de no volver a caer en la esclavitud. En Cuaresma, encontramos nuevos criterios de juicio y una comunidad con la cual emprender un camino que nunca antes habíamos recorrido.

Esto implica una lucha, que el libro del Éxodo y las tentaciones de Jesús en el desierto nos narran claramente. A la voz de Dios, que dice: «Tú eres mi Hijo muy querido» (Mc 1,11) y «no tendrás otros dioses delante de mí» (Ex 20,3), se oponen de hecho las mentiras del enemigo. Más temibles que el Faraón son los ídolos; podríamos considerarlos como su voz en nosotros. El sentirse omnipotentes, reconocidos por todos, tomar ventaja sobre los demás: todo ser humano siente en su interior la seducción de esta mentira. Es un camino trillado. Por eso, podemos apegarnos al dinero, a ciertos proyectos, ideas, objetivos, a nuestra posición, a una tradición e incluso a algunas personas. Esas cosas en lugar de impulsarnos, nos paralizarán. En lugar de unirnos, nos enfrentarán. Existe, sin embargo, una nueva humanidad, la de los pequeños y humildes que no han sucumbido al encanto de la mentira. Mientras que los ídolos vuelven mudos, ciegos, sordos, inmóviles a quienes les sirven (cf. Sal 115,8), los pobres de espíritu están inmediatamente abiertos y bien dispuestos; son una fuerza silenciosa del bien que sana y sostiene el mundo.

Es tiempo de actuar, y en Cuaresma actuar es también detenerse. Detenerse en oración, para acoger la Palabra de Dios, y detenerse como el samaritano, ante el hermano herido. El amor a Dios y al prójimo es un único amor. No tener otros dioses es detenerse ante la presencia de Dios, en la carne del prójimo. Por eso la oración, la limosna y el ayuno no son tres ejercicios independientes, sino un único movimiento de apertura, de vaciamiento: fuera los ídolos que nos agobian, fuera los apegos que nos aprisionan. Entonces el corazón atrofiado y aislado se despertará. Por tanto, desacelerar y detenerse. La dimensión contemplativa de la vida, que la Cuaresma nos hará redescubrir, movilizará nuevas energías. Delante de la presencia de Dios nos convertimos en hermanas y hermanos, percibimos a los demás con nueva intensidad; en lugar de amenazas y enemigos encontramos compañeras y compañeros de viaje. Este es el sueño de Dios, la tierra prometida hacia la que marchamos cuando salimos de la esclavitud.

La forma sinodal de la Iglesia, que en estos últimos años estamos redescubriendo y cultivando, sugiere que la Cuaresma sea también un tiempo de decisiones comunitarias, de pequeñas y grandes decisiones a contracorriente, capaces de cambiar la cotidianeidad de las personas y la vida de un barrio: los hábitos de compra, el cuidado de la creación, la inclusión de los invisibles o los despreciados. Invito a todas las comunidades cristianas a hacer esto: a ofrecer a sus fieles momentos para reflexionar sobre los estilos de vida; a darse tiempo para verificar su presencia en el barrio y su contribución para mejorarlo. Ay de nosotros si la penitencia cristiana fuera como la que entristecía a Jesús. También a nosotros Él nos dice: «No pongan cara triste, como hacen los hipócritas, que desfiguran su rostro para que se note que ayunan» (Mt 6,16). Más bien, que se vea la alegría en los rostros, que se sienta la fragancia de la libertad, que se libere ese amor que hace nuevas todas las cosas, empezando por las más pequeñas y cercanas. Esto puede suceder en cada comunidad cristiana.

En la medida en que esta Cuaresma sea de conversión, entonces, la humanidad extraviada sentirá un estremecimiento de creatividad; el destello de una nueva esperanza. Quisiera decirles, como a los jóvenes que encontré en Lisboa el verano pasado: «Busquen y arriesguen, busquen y arriesguen. En este momento histórico los desafíos son enormes, los quejidos dolorosos —estamos viviendo una tercera guerra mundial a pedacitos—, pero abrazamos el riesgo de pensar que no estamos en una agonía, sino en un parto; no en el final, sino al comienzo de un gran espectáculo. Y hace falta coraje para pensar esto» (Discurso a los universitarios, 3 agosto 2023). Es la valentía de la conversión, de salir de la esclavitud. La fe y la caridad llevan de la mano a esta pequeña esperanza. Le enseñan a caminar y, al mismo tiempo, es ella la que las arrastra hacia adelante[1].

Los bendigo a todos y a vuestro camino cuaresmal.

Roma, San Juan de Letrán, 3 de diciembre de 2023, I Domingo de Adviento.

 

Francisco

[1] Cf. Ch. Péguy, El pórtico del misterio de la segunda virtud, Madrid 1991, 21-23.

 

Foto: Desierto del Sinaí, ruta del Éxodo.